“Lo dejaría todo porque te quedaras: mi credo, mi pasado mi religión…”
(Canción cantada por Chayanne autoría de Stéfano de Donato.)
Suena atractivo encontrar una persona que sienta, piense y decida de la misma manera que nosotros mismos. Pareciera cumplir el deseo de “sentirnos completos”, de encontrar por fin a la “media naranja” que hemos estado buscando durante tanto tiempo. Pero en realidad no hay nada más alejado de una relación verdaderamente satisfactoria que esta indiferenciación. En esta indiferenciación se pierden lo límites, la autonomía, la libertad… y lo maravilloso y enriquecedor que puede ser el encuentro con alguien diferente a nosotros mismos.
Para que exista una relación suficientemente satisfactoria tiene que establecerse una “distancia óptima” entre las personas, lo que permite la cercanía, pero sin perder la autonomía y diferenciación.1 Esta “distancia óptima” nos regala la valiosa tranquilidad de no sentirnos ni invadidos, ni abandonados.2
¿Por qué entonces se vuelve a veces tan difícil respetar esta “distancia optima”? ¿Qué nos lo impide?
Nuestro miedo a ser abandonados muchas veces condiciona un acercamiento intrusivo que no es bueno para ninguna de las dos partes.3 Este miedo a ser abandonados o su contraparte, el miedo a ser atrapados, viene de nuestra historia de relaciones, especialmente de las más tempranas.4
Hace ya muchos años, una brillante investigadora llamada Margaret Mahler se puso a observar y a estudiar las relaciones entre las madres y sus hijos, identificando como se podía gestar una relación sana y lo que era necesario para llegar a lo que ella llamó “constancia objetal”.1 Señaló que el “nacimiento psicológico del infante humano”5, no coincidía con la fecha del nacimiento biológico, dada la inmadurez con la que un bebé llega al mundo, requiriendo de un cuidador para poder sobrevivir: la ausencia de este cuidador significaría la “muerte”.6
El hecho de que un bebé no pueda sobrevivir sólo nos permite entender la reacción que tiene hacia el abandono, pues hay una dependencia real del otro. 7
Además de esta vulnerabilidad palpable, su comprensión de lo que sucede está limitada, pues sus funciones cerebrales superiores aún no están suficientemente desarrolladas,8 y aún no tiene acceso a un pensamiento conceptual y lógico, que le permitiría entender que a pesar de que la madre no se encuentre dentro de su alcance visual, no ha desaparecido del planeta.
Sus funciones motrices, por otro lado, tampoco le permiten, por un largo período, la deambulación autónoma, requiriendo del otro como una “prolongación de sí mismo” para obtener lo que necesita.5
Estas situaciones favorecen que todos, durante un tiempo más o menos prolongado, en la primera infancia, pasemos por un período de indiferenciación con la madre, en donde la misma funciona como un “yo auxiliar”.5 Esta indiferenciación tiene un objetivo claro, ayudarnos a la adaptación inicial a este mundo cuando aún no podemos valernos por nosotros mismos.
La madre “piensa” por el pequeño, “descifra” si tiene hambre, sueño o frío o si simplemente está cansado y necesita llorar para descargar energía excesiva y “actúa” en correspondencia a las necesidades que “adivina” en él.6 Este es el período simbiótico que poco a poco va cediendo el paso al proceso de separación/individuación. El niño requerirá de este “yo auxiliar” cognitiva, conductual y emocionalmente disponible para lograr progresivamente su identidad y autonomía. Es el lugar seguro de ejercicio de las nuevas funciones que va desarrollando.4
Conforme avanza la maduración, esta indiferenciación deja de ser indispensable, debido a que el desarrollo de las funciones cognitiva, motriz y emocional, le irán permitiendo al infante una creciente autonomía. La marcha y la aparición del lenguaje constituyen dos parteaguas en este desarrollo.5
Quedará en el “recuerdo” esta simbiosis y la fantasía o el “anhelo” de la misma. Y es ahí donde puede engancharse la “necesidad” de “revivir” esta relación indiferenciada, que se convierte en tóxica debido a que ya no cumple con la función para la cual fue creada: atender temporalmente la vulnerabilidad del bebé para favorecer su desarrollo y su independencia.
En las relaciones sanas, el niño buscará su individuación creciente, aunque no de manera lineal, sino con procesos de ida y venida. 1 La “disponibilidad emocional” de la madre le permitirá estos ensayos y la identificación de la “distancia óptima” que irá modificándose conforme avance su desarrollo.
Mahler señala el paso por diversas subfases dentro del proceso de separación/individuación: diferenciación, ejercitación, reaproximación y logro de la constancia objetal.2
En la su fase de “reaproximación” el bebé ya ha experimentado la emoción de poder moverse solo, deambular… pero también ha experimentado uno que otro “accidente” en esta ejercitación y ha requerido el consuelo de la madre.1
En este período el bebé se siente emocionado por sus logros, pero asustado de los riesgos, entre ellos el temor a que estos logros impliquen la pérdida del contacto con la madre. Esta paradoja se manifiesta en un sentimiento ambivalente: por un lado, el miedo a perder la individualidad, a ser “absorbido” por la madre lo lleva a querer alejarse,(Malher lo llamó temor al “reengolfamiento”) y por el otro, el temor al “abandono”, en retaliación por sus ansias de independencia, lo llevan a querer “fundirse” con ella, porque aún la necesita mucho.4
Este juego ambivalente es el que logramos ver en estas relaciones indiferenciadas. El control del otro se acompaña con reclamos acerca de la necesidad de la propia independencia.9 En algunos casos, más regresivos aún, no hay esta ambivalencia, pero si una demanda estratosférica e inalcanzable, pues la renuncia a la propia vida se cobra con “el pagaré” de que “el otro” debe llenar el propio “vacío existencial”; convertirse en la “razón” de la propia existencia. Un precio muy alto por pagar.
Mahler observó estas relaciones ambivalentes tanto entre los pequeños y sus madres, como parte temporal normal del desarrollo emocional, y en adultos que desarrollaban mecanismos de defensa específicos, que oscilaban entre la dependencia excesiva y la falta de vinculación, e infirió en estos sujetos que este período de desarrollo emocional no se había logrado resolver satisfactoriamente.2 Autores que le siguieron, como Kernberg, identificaron que los pacientes que no lograban construir esta constancia objetal desarrollaban “trastornos fronterizos de la personalidad” con relaciones intensas pero frágiles, en donde el vínculo es apasionado, pero puede romperse ante la más mínima falla.4
Hay otros autores como Fonagy que nos hablan de la importancia del proceso que denominó “mentalización” en donde para poder relacionarse maduramente se requiere saber que existe una vida mental tanto en la propia persona como en el otro.10 Es decir, ambos tenemos emociones, pensamientos y deseos, diferentes, que pueden o no coincidir. Esta consideración, aparentemente simple, es profundamente compleja y se gesta en las relaciones tempranas y deja las bases para el uso de mecanismos de defensa suficientemente adaptativos.11
Si el proceso de mentalización sufre distorsiones esta “distancia óptima” no podrá establecerse, pues no alcanza a verse al otro con sus propias necesidades y no se desarrolla la capacidad ni de empatía, ni de compasión.12 En su lugar aparecen mecanismos como la identificación proyectiva en donde yo hago que el otro “experimente” las sensaciones que no tolero.13 Por ejemplo, si siento miedo al abandono, buscaré que el otro lo experimente a través quizás de “provocarle celos” o amenazarle con mi propia indiferencia.14
Las relaciones en donde hay poca diferenciación están plagadas de este mecanismo de identificación proyectiva y este mecanismo se apoya precisamente en esta falta de diferenciación al sentir que la otra persona debe cumplir mis necesidades y está obligada a descifrarlas y actuar en función de ellas.15
La desilusión es avasalladora, pues nunca se logra este cometido, o si se logra es ante el sacrificio de la individualidad de uno de los participantes, que en algún momento colapsará de alguna manera.15
En el desarrollo sano, a diferencia de lo anterior, se va tolerando progresivamente la frustración que representa el hecho de que el otro no se adaptará totalmente a nuestros deseos.12
Este proceso se da alrededor de los 2 años. Algunos educadores lo han denominado “los terribles dos años” porque el pequeño no quiere que lo dejen solo, pero tampoco quiere que le impidan hacer lo que desea. Atrapado en la ambivalencia, opta por buscar el control como un posible medio de no perder “al objeto emocional” y no “dejarse controlar” por el mismo7. Aparecen los berrinches, la dificultad en el control de esfínteres, la desobediencia, el “no” y la conducta oposicionista.
¿Les suena familiar?
Precisamente en medio de este debate se quedan atrapadas las relaciones simbióticas o no totalmente diferenciadas.
La relación sana es interdependiente, no dependiente. Requiere de la presencia del otro, pero no “le exige” que se convierta en el centro de su universo, ni en “una copia calca” de sí mismo y pueden existir diferencias en la manera de percibir al mundo sin que esto genere un conflicto grave.16
De hecho, la mayor parte de la ambivalencia primitiva se resuelve con el logro de la constancia objetal, que es precisamente la identificación de la “irrepetibilidad” del otro, de su importancia para nuestro bienestar emocional a pesar de ser un ser falible. Todavía quedan otros aspectos de la ambivalencia por resolver con el paso por “conflicto de Edipo” 17y la reedición del “proceso de separación e individuación” durante la adolescencia.18
Esta “constancia objetal” supone “la integración de un objeto amoroso” que si bien tiene fallas, es suficientemente bueno para “ser necesario y ser querido” por todo lo que significa en nuestras vidas, aunque no sea perfecto 19,20 y habita en nuestro corazón de manera cotidiana, por lo que no requerimos su presencia continua: está presente en el imaginario de manera constante.12
La constancia objetal da la resolución a este dilema: no requerimos que el otro sea nuestro “complemento”. Requerimos que sea un ser con el que se puede contar, que nos respete y a quien respetamos, con quien elegimos estar y quien elige nuestra compañía16…. Es decir, podemos amarnos, aunque tengamos opiniones diferentes, aunque no coincidamos, aunque no siempre nos entendamos, aunque no siempre podamos apoyarnos… se tolera la diferencia, se perdonan las fallas… porque es parte de habitar, cada uno, un cuerpo y una mente propios.
Llevamos este grado de madurez a los distintos ámbitos. Las relaciones simbióticas no sólo se dan entre las parejas, a veces las encontramos en relaciones de tipo amistoso, o incluso en relaciones laborales… En éstas se vive como un ataque el que el otro difiera de la visión que podemos tener, por ejemplo, ante la resolución de un problema.
Las relaciones simbióticas pueden ser muy atractivas de entrada, pero tarde o temprano cobran “su precio” … y este puede ir en diversas direcciones:
- Desaparición de la individualidad: hablar con uno u otro miembro es indiferente. Son relaciones con un alto grado de indiferenciación, dependencia y estancamiento.
- Sometimiento de uno de los miembros a las necesidades y visión de la otra persona: durará mientras el sometido lo tolere.
- Ruptura dolorosa y catastrófica, vivida como una traición y experimentada con un “gran descontento y asombro” por el cambio “abrupto” de la otra persona. Del “amor inseparable” se pasa al “odio irremediable”.
- Ambivalencia continua. Rupturas dolorosas y reconciliaciones apasionadas. Cada vez más rupturas, cada vez más violentas y cada vez mayor desgaste y sufrimiento.
El inicio de este tipo de relaciones simbióticas e indiferenciadas suele ser tremendamente apasionado, con la ilusión de dejar de ser un ser separado, que nace y muere solo.
Hay quienes buscan el “enamoramiento continuo”, cambiando de parejas constantemente, y no trabajando en el amor real. En este “enamoramiento” reviven continuamente esta relación simbiótica con distintas personas. El paso al amor implica la aceptación del “otro real”, no del “fantaseado”.16
Cuando se quiere revivir en esta simbiosis, el momento en que inicia el reconocimiento del otro como un ser separado, se vive como una “traición” o como la “pérdida del encanto”… entonces se busca nuevamente la ilusión de que “Tu y yo somos uno mismo”, en otra pareja y si no eres tú pues será el que sigue, y el que sigue…siempre habrá alguien más a quien idealizar por un tiempo… que “no cometa errores”, que “no exista”, y que pueda inventarse desde lo que necesito, desde lo que “me hace falta” y no como un ser separado, diferente con sus propias necesidades, conflictos y posibilidades”.16
Bibliografía.
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3. Kernberg Otto. La Teoría de Las Relaciones Objetales y El Psicoanálisis Clínico. Paidós; 1988.
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7. Winnicott DW. “La teoría de la relación paterno-filial” (1960). In: El Proceso de Maduración En El Niño. Laia; 1975:41-63.
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11. Fonagy P, Steele H, Steele M, Holder J. Attachment and theory of mind: Overlapping constructs? Association for Child Psychology and Psychiatry Occasional Papers. 1997;14:31-40.
12. Fonagy P, Gergely G, Jurist EL, Target M. Affect Regulation, Mentalization, and the Development of the Self. 1st ed. (Fonagy P, Gergely G, Jurist EL, eds.). Routledge; 2002. doi:10.4324/9780429471643
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19. Klein M. The Importance of Symbol-Formation in the Development of the Ego. The International Journal of Psychoanalysis. 1930;11:24-39.
20. Klein Melanie, Heimann H, Isaacs S, Rivière J. Desarrollos En Psicoanálisis. Vol 8. 2a. Hormé; 1967.